Es curioso, ahora necesitamos que el ayuntamiento nos monte una fiesta, o que el Cipri nos traiga al Mono Rojo cualquier espectáculo o algún "dijei" para tener un motivo y ponernos a bailar o cantar. Que triste.
Pero hay esperanza, aun hay gente que no necesita nada más que reunirse, hablar un rato, echar un trago y una guitarra, de pronto, empieza a escucharse mientras una voz ronca le pone voz al sentimiento del rasgeo profundo y nuestro de las seis cuerdas.
Es tan fácil tener ganas de vivir, de apurar cada momento y compartirlo con los que nos rodean, aunque no los conozcas. Basta con que se arrimen al grupo, que acerquen sus necesidades de olvidar las necias obligaciones que presionan a cada uno a las de sentirse vivo de los otros para que se forme un corro de personas dispuestas a pasarlo bien sin importar donde, ni cuando ni, lo que es más importante, el motivo.
En algunas, bastantes, ocasiones, me he visto envuelto en la vorágine del festejo callejero, sin saber como empezó y desconociendo el final de la renovada representación del primitivo rito del canto a la vida, pues en realidad es eso lo que sin saberlo se hace cada vez que un grupo de gente se une en improvisado sarao callejero.
Nadie que pase por su lado puede resistirse a, por lo menos, la mirada envidiosa hacia la ausencia de prejuicios y temores que preside la anárquica sintonía reinante entre los diversos componentes del embriagador momento festero.
Allí no hay whisky ni ron de alto precio, ni bebidas de nombre extraño. Quizás alguna botella de anis, o pacharan, o vino que pasa de mano en mano, quizás algún compartido porrillo y las más, unas inmensas ganas de pasarlo bien y compartir. Eso es lo importante, compartir momentos, compartir risas, bailes, cantos. Nada de tristes charlas de penurias y problemas. Esas quedan para luego, para cuando la colectividad del instante mágico se rompa y cada cual regrese a su personal mundo.
En los jóvenes se dan más esos momentos, quizás por eso se critican tanto las quedadas o los botellones, porque no colaboran con el enriquecimiento de los garitos de moda y gorilas en la puerta. Porque el equipo del coche sustituye a la mesa de mezclas del "pincha" en su momento de gloria y porque el vaso largo de cristal a veinte euros la entrada con consumición se sustituye por las botellas del chino mezcladas sobre la marcha y a disposición de todos.
Quizás sea la envidia de su libertad para disfrutar, o la añoranza de los tiempos perdidos los que hacen posible la crítica y las consiguientes actuaciones policiales para impedir que nuestros jóvenes se diviertan en la libertad que da el elegir el momento sin importar el lugar.
No se, no es nuevo lo de nuestros chicos, es antiguo y con la sola diferencia del cambio de nombre. Ahora se llama botellón, ¿y qué? el fin es el mismo, la compañía, la igualdad entre los componentes, el olvido de los problemas ilógicos pero reales, y el compartir momentos que luego quedarán para siempre en la memoria colectiva de los miembros de esa generación que se rebela al conformismo y consumismo al que les empujan. Algo parecido a lo que ya se hacía hace muchos, muchísimos años.
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