
Hace tiempo que decidí que sería mejor dejar la identidad real en manos de una jarra fría de cerveza y reconstruirla según se fueran desarrollando los acontecimientos.
Conocí entonces la Taberna del Mono Rojo, donde nadie pregunta de donde, porqué o quien y puedes permanecer en sus banquetas hasta que el sueño te empuja hacia su puerta de salida después de apurar el último trago de la historia que han escuchado en silencio el resto de parroquianos.
De vez en cuando, al son de algun instrumento que ni me molesto en mirar cual es, suelen bailar dos o tres parejas en las que los alegres clientes suelen pagar con un sudado billete a las danzantes meretrices que por la taberna pululan a la caza de algún necesitado de abrazos y mimos.
No es mi caso, aunque alguna vez he de confesar haberme dejado tentar por la sonrisa cariocada que el frío fruto de la cebada fermentada disimulaba en la poca lucidez de mi cabeza; pero ya digo que eso no es lo mío. Lo mío es hablar y hablar creando cada noche nuevos capítulos imaginarios de mi vida pasada y que alguien, también con una considerable cantidad de cerveza trasegada, escucha mientras afirma con movimientos pendulares de cabeza, como si hubiera sido mudo testigo de mi inventada vida.
Ahora, si me lo permiten, el sueño me empuja hacia la salida. Mañana les veo por la taberna y les volveré a contar mi vida, aunque ya no será la misma historia de hoy y no se repetirán los capítulos contados hoy de ella, y no porque yo no quiera, sino por que siento que con el agua que enjuaga la jarra ya abandonada sobre el fiel y leal mostrador de madera, se van también las inventivas del día sobre esa vida que un buen día decidí abandonar.
Si me ven, ya saben, no hay cuidado en aceptar su compañía mientras escuchen y callen. Yo, mientras la cerveza no pierda mis sentidos haciendo que me marche, les contaré cada día nuevos y cambiados episodios de mi imaginaria existencia.
Beban, beban y callen.
Conocí entonces la Taberna del Mono Rojo, donde nadie pregunta de donde, porqué o quien y puedes permanecer en sus banquetas hasta que el sueño te empuja hacia su puerta de salida después de apurar el último trago de la historia que han escuchado en silencio el resto de parroquianos.
De vez en cuando, al son de algun instrumento que ni me molesto en mirar cual es, suelen bailar dos o tres parejas en las que los alegres clientes suelen pagar con un sudado billete a las danzantes meretrices que por la taberna pululan a la caza de algún necesitado de abrazos y mimos.
No es mi caso, aunque alguna vez he de confesar haberme dejado tentar por la sonrisa cariocada que el frío fruto de la cebada fermentada disimulaba en la poca lucidez de mi cabeza; pero ya digo que eso no es lo mío. Lo mío es hablar y hablar creando cada noche nuevos capítulos imaginarios de mi vida pasada y que alguien, también con una considerable cantidad de cerveza trasegada, escucha mientras afirma con movimientos pendulares de cabeza, como si hubiera sido mudo testigo de mi inventada vida.
Ahora, si me lo permiten, el sueño me empuja hacia la salida. Mañana les veo por la taberna y les volveré a contar mi vida, aunque ya no será la misma historia de hoy y no se repetirán los capítulos contados hoy de ella, y no porque yo no quiera, sino por que siento que con el agua que enjuaga la jarra ya abandonada sobre el fiel y leal mostrador de madera, se van también las inventivas del día sobre esa vida que un buen día decidí abandonar.
Si me ven, ya saben, no hay cuidado en aceptar su compañía mientras escuchen y callen. Yo, mientras la cerveza no pierda mis sentidos haciendo que me marche, les contaré cada día nuevos y cambiados episodios de mi imaginaria existencia.
Beban, beban y callen.
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