
Las notas del fado me iban haciendo pedir una jarra tras otra mientras los más tristes pensamientos se sucedían al mismo ritmo de la melodía, recordando mis tiempos entre cartones en algún hueco bancario debajo de un cajero en el que miles de personas, interrumpiendo mi sueño, veían como sus ilusiones iban disminuyendo a la par que lo hacía su cuenta bancaria.
Por aquel entonces yo pedía. No, no se crean que pedía dinero ni alguna otra cosa de valor material. Era un pedigüeño de palabras. Quería que alguien me hablara, me contara cualquier cosa, lastimera o radiantemente alegre, me daba igual. El tono de la conversación lo marcaba el estado de la persona en cuestión, y entre trago y trago del cartón de vino de la tienda de Marcos, el chino, (él decía Malcos, resaltando mucho la a), alguna que otra persona veía en mi al confesor anónimo del que nada importaba que conociera esos rasgos personales al ser tan solo un pordiosero tirado en el interior de un banco y al que seguramente encontrarían una mañana entre sus cartones, tieso y frío.
Las palabras me daban vida, me animaban a continuar en la calle. Droga que enganchaba de tal modo que cuando recibía un "déjame en paz, borracho", el daño, no por el insulto, sino por la negación de la converación, era insufrible al ver a un hombre aparentemente ocupado e integrado en la marcha rápida de la gran ciudad realmente tan solo y encerrado que ni un minuto se permitía en desahogar la tensión acumulada. Mucha gente asi me he encontrado en mis muchas noches de desvelo en la calle, mucha gente que luego paga cientos de euros en reuniones semanales con sus psicólogos, tumbados en fríos divanes de cuero viejo.
El fado me está trasladando a mis comienzos, recien concebido mi personaje por aquel que luego intentó matarme en sus papeles, cansado ya de palabras y relatos que en su ajeteadra vida ya no cuadraban. Hubo quien me echó en falta, y hasta quien me escribía a diario. Mi recuerdo a ella, que no dudó en conversar con el mísero conseguidor de susurros y conversaciones en voz baja.
Otra jarra y me marcho. El dolor es grande y los fados se suceden unos tras otros, de manera que ya no se cual es el lamento de la canción y cual es el mío propio. Tengo que dejar de venir al Mono Rojo la noche que haya fados, aunque es fácil encontrar consuelo entre sus maderas y sus gentes siempre que pagues la ronda.
Que compleja vida. De suplicar charlas y palabras a pagar por darlas, por que me escuchen. ¿entiendes tu como todo pasa de un extremo a otro casi sin desearlo? Ahora es tarde, mañana, si me acuerdo, hablaré de ello con alguien que me acepte una copa. Cipri, ¿que te debo, hombre?, que me marcho. ¿como? ¿que invitas a otra?Bueno, venga. El fado sigue sonando.
1 comentario:
Querido Anselmo, el mayor de mis regalos ha sido el reencontrarte. Ahora me pregunto, por qué no entré nunca en “La taberna del mono rojo”? Quizás yo siempre buscaba en el lugar equivocado, por la plaza Mayor o sentada en mi solitario banco del bosque. Sí, aquel que un día construimos para nosotros. Más tarde quedé por ahí muy perdida, deambulaba sin rumbo, aún continuo. Perdí, sí es que alguna vez lo tuve, el norte.
Cada día me acerco a tu taberna pero te siento como diferente, no sé, quizás es que mi memoria ha alterado el recuerdo de aquellas, nuestras conversaciones, a su propia complacencia.
Ahora ando detrás de una barra, a ratos observando, a ratos fabricando sueños sobre el amor, a ratos llorosa de soledades y whisky, a ratos por las palabras que se niegan al olvido.
Se me ocurre invitarte por mi barra, esto es más “la cueva de los locos”, como a mano izquierda de la vida. Te esperaré.
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